El Dios todo poderoso, Olofi, se paseaba por el espacio infinito donde solo había fuego, llamas y vapor, que prácticamente por su densidad no lo dejaban caminar; pero así él lo quería. Aburrido de no tener a nadie con quien hablar y pelear decidió que era el momento de embellecer este panorama tan tenebroso y hostil y descargó su fuerza con tal forma que el agua cayó y cayó. Pero hubo partes que lucharon contra este y quedaron formados grandes huecos en rocas. Se formó el océano, vasto y misterioso donde reside Olokun, deidad a la que nadie puede ver, ni la mente humana puede imaginar sus formas.
En los lugares más accesibles brotó Yemaya con sus algas, estrellas marinas, corales y peces de colores, coronada por Ochumare, el arco iris, y vibrando sus colores azul y plata. La declaró madre universal, madre de los Orishas, y de su vientre salieron las estrellas y la luna, siendo este el segundo paso de la creación.
Oloddumare, Obatalá, Olofi y Yemayá, decidieron que el fuego, que por algunos lados se había extinguido y por otros estaba en su apogeo, fuera absorbido por las entrañas de la tierra en el temido y muy venerado Aggayú Solá, como representación del volcán y los misterios profundos.
Mientras se apagaba el fuego, las cenizas se esparcieron por todos lados, se formó la tierra representada por Orisha Oko, quien la fortaleció, amparando las cosechas fértiles, los árboles, los frutos y las hierbas. Entre ellas y por los bosques deambulaba Osaín y su sabiduría ancestral de los valores médicos de palos y hierbas. En los lugares donde se pudrió la ceniza, nacieron las ciénagas y de sus aguas estancadas brotaron las epidemias representadas por Babalú Ayé.
Yemayá la sabia y poderosa madre de todo y de todos, decidió darle venas a la tierra y creó los ríos de agua dulce y potable, para que cuando Olofi quisiera creara el ser humano. De allí surgió Oshún, la dueña de los ríos, de la fertilidad y de la sexualidad; las dos se unieron en un abrazo legando al mundo su incalculable riqueza.
Obatalá, heredero de las órdenes dadas por Olofi, cuando este decidió apartarse y vivir lejos detrás de Orún, el sol, creó el ser humano y aquí fue el acabose. Obatalá tan puro, blanco y limpio, comenzó a sufrir los desmanes de los hombres: los niños se limpiaban en él y el humo de los hornos lo ensuciaba. Como Él era todo, le arrancaban las tiras pensando que era hierba, y los viejos que no veían, se secaban sus manos en él. Obstinado por toda la suciedad se elevó a vivir entre las nubes y el azul celeste, y desde allá observó el comportamiento del ser humano, dándose cuenta que el mundo se poblaba y poblaba, pues ni existía Ikú, la muerte.
Se puso a meditar al respecto y decidió crearla como a los demás Orishas, pero ésta era muy exigente, ya que Olofi le había dicho que sólo podría disponer del ser humano cuando él lo decidiera. Ikú se fue a quejar a Olofi cuando éste se estaba dando un banquete con una adie (gallina) y al acercarse a hablarle se manchó su ropa con sangre.
Se puso tan, pero tan bravo, que su ropa se le volvió negra y entonces Olofi le dijo:
"¿Tu no querías ser distinto a los demás Orishas? Pues a partir de hoy, te vestirás y escribirás en negro y todo lo que alrededor tengas será negro".
Se puso a meditar al respecto y decidió crearla como a los demás Orishas, pero ésta era muy exigente, ya que Olofi le había dicho que sólo podría disponer del ser humano cuando él lo decidiera. Ikú se fue a quejar a Olofi cuando éste se estaba dando un banquete con una adie (gallina) y al acercarse a hablarle se manchó su ropa con sangre.
Se puso tan, pero tan bravo, que su ropa se le volvió negra y entonces Olofi le dijo:
"¿Tu no querías ser distinto a los demás Orishas? Pues a partir de hoy, te vestirás y escribirás en negro y todo lo que alrededor tengas será negro".
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