Vos me disteis, ¡oh Dios!,
la inteligencia necesaria
para distinguir el bien del mal;
así, pues, desde el momento en que reconozco
que una cosa es mala, soy culpable,
porque no me esfuerzo en rechazarla.
Preservadme del orgullo,
que podría impedirme ver mis defectos
y de los malos Espíritus que podrían
excitarme a perseverar en ellos.
Entre mis imperfecciones,
reconozco que particularmente estoy inclinado
a ..... (decir el vicio que quieres dejar)
y si no resisto a esta tentación
es por la costumbre que tengo de ceder a ella.
Vos no me habéis creado culpable,
porque sois justo, sino con una aptitud
igual tanto para el bien
como para el mal.
Si sigo el mal camino,
es por efecto de mi libre albedrío.
Pero, por la misma razón
que tengo la libertad de hacer el mal,
tengo también la de hacer el bien;
por consiguiente, tengo que cambiar de camino.
Mis defectos actuales son un resto
de las imperfecciones que conservé
de mis precedentes existencias;
es mi pecado original,
del cual me puedo despojar por mi voluntad
y con la asistencia de los buenos Espíritus.
Buenos Espíritus que me protegéis,
y sobre todo vos, mi ángel guardián,
dadme fuerzas para resistir
a las malas sugestiones y salir victorioso de la lucha.
Los defectos son barreras
que nos separan de Dios
y cada defecto superado será un paso dado
en la senda del progreso, que debe acercarme a Él.
El Señor, en su infinita misericordia
tuvo a bien concederme la existencia actual,
para que sirva a mi adelantamiento;
buenos Espíritus, ayudadme a aprovecharla,
con el fin de que no sea una existencia perdida para mí
y para que cuando Dios quiera retirármela,
salga mejor que cuando entré a ella.
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