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jueves, 21 de febrero de 2013

EL CULTO A LA SANTA MUERTE EN MÉXICO


 
 
 
El simple hecho de pronunciar la palabra muerte nos provoca miedo e incertidumbre; y cuando oímos hablar de la Santa Muerte, inconscientemente la relacionamos con hechos delictivos, magia negra, satanismo y ocultismo, prejuicios que han alimentado los medios de comunicación, quienes manipulan y mal informan, y cuyo motivo central es el morbo que impresiona y vende.
 
Remontémonos al caso tan sonado de Daniel Arizmendi, el “Mochaorejas”, en el cual, en el momento de la aprehensión de este sujeto, en 1998, se encontró un altar a la Santa Muerte.


Así, en la portada de los periódicos del día siguiente a su aprehensión, aparecía él junto a dicho altar con la inscripción de que la Santa Muerte lo protegía en sus actividades ilícitas. Ésta fue la primera aparición pública y masiva de  la Santa Muerte, y la asociación entre su figura y los grupos delictivos fue inmediata, como en los casos de Gilberto García Mena y de los hermanos Amezcua, aunque muchas de estas historias difieren de la realidad.
 
Para poder entender el culto a la Santa Muerte como una realidad actual que responde a una necesidad social y espiritual, debemos, por un lado, romper con prejuicios e ideas erróneas que nos han vendido; y, por el otro, hacer a un lado la descalificación y satanización de la Iglesia Católica con respecto a este culto.
 
Vamos a empezar entendiendo el contexto histórico en el que surge esta imagen y su devoción.
 
La muerte en el México prehispánico
 


 
La cultura mexicana desde sus inicios ha tenido una relación cercana y de culto hacia la muerte. No obstante, nuestros ancestros no la concebían como lo hacemos actualmente. Este culto ha existido desde hace más de tres mil años en la región geográfica-histórica que conocemos como Mesoamérica.
 
En la época prehispánica se rendía culto a la muerte como interpretación de un ciclo natural de la vida, necesario e inevitable, en donde la dualidad vida-muerte era indispensable para el sostén del ciclo de la naturaleza.


 

 
Una de las culturas antiguas más importantes fue la Azteca o Mexica, la cual heredó de otros pueblos y desarrollo con mayor fuerza dicho culto. Las deidades del inframundo de esta cultura tenían una representación dual, Mictlantecutli y Mictecacíhuatl, señor y señora del Mictlán, la región de los muertos a donde iban los hombres y mujeres que morían de causas naturales.
 
La imagen que actualmente conocemos como la de la Santa Muerte muestra atributos traídos de Occidente que poco tienen que ver con los antecedentes prehispánicos, aunque es evidente la influencia histórica y nacionalista que de alguna manera recae en el culto a la “Niña Blanca”.

 
Antecedentes históricos del culto a la Santa Muerte
 
La figura de la Santa Muerte y el concepto que representa están relacionados con la religión judeocristiana, en la cual la muerte es la consecuencia del “pecado original”.
 
Al llegar los españoles a tierras mexicanas trajeron consigo la imagen de la muerte representada por un esqueleto, que se remonta al periodo entre de los siglos XIII y XVI. En estos siglos en la mayor parte de Europa hubo guerras y hambruna por falta de cosechas, lo que provocó que aparecieran las epidemias, siendo la más terrible la peste bubónica.



 
La imagen de la muerte y su triunfo universal se volvió constante en la literatura y el arte al ser representada en la celebración de su victoria y en la Danza Macabra. En ese tiempo fueron los artistas plásticos quienes le agregaron la vestidura helénica, el mundo en sus manos, la guadaña en preludio de que va a llevarse a alguien al más allá, y la balanza. Para tratar de entender la evolución de esta figura hasta la imagen de la Santa Muerte tal como la conocemos hoy, debemos analizar este contexto histórico desde la época medieval.
 
Durante la Baja Edad Media notamos un paulatino proceso de cambios y transformaciones en el ámbito político, económico, cultural y demográfico. Europa se halla sumida en un estado de convulsiones; es carcomida por pestes, hambrunas, guerras y conflictos sociales. En este contexto, la muerte empieza o dialogar con mayor intensidad con la sociedad medieval; si bien morir es algo inevitable dentro de la naturaleza humana, el sentido y relevancia que ésta adquiere, como personificación, la situan en sí como parte de una construcción de imágenes y un diálogo cotidiano con el mundo europeo cristiano.

 
El esqueleto como imagen de la muerte

 
La iconografía de la muerte como esqueleto no se desarrolló hasta el siglo XIII; fue a partir del siglo XIV cuando el esqueleto se estableció firmemente como la forma de la muerte personificada. En la Antigüedad el esqueleto había simbolizado más bien un espectro o un fantasma de la persona muerta.
 
La observación atenta de la mayoría de las imágenes esqueléticas de la muerte en el Medioevo y el Renacimiento revela que no reproducen sólo la osamenta: se trata más bien de cadáveres, cuya cabeza está revestida por piel muy delgada sobre el cráneo óseo, con las órbitas vacías y sin nariz.

 
 

En lo general, las manifestaciones sobre la muerte que llegaron de España y junto con la Inquisición, tenían como fin provocar miedo a ésta y control, ya que así justificaban al cristianismo como la única religión que podía salvar a la gente del pecado original y cuyo castigo era la muerte. Es entonces cuando se retoma el concepto de una “muerte santa” que implicaba la preparación para el “buen morir”, que era el proceso de vivir como buen cristiano y estar preparado para la inevitable partida con todos los sacramentos. Y por otro lado impusieron la idea del “infierno”, concepto que no se conocía en el México prehispánico; así la muerte tiene entonces el doble papel de acarrear las almas al cielo o el infierno.
 
La mezcla de costumbres prehispánicas y cristianas generó nuevos ritos y costumbres que fueron cambiando y enriqueciéndose con el tiempo.
 
Dentro del proceso de evangelización se introducen danzas, sonetos, pinturas y grabados de carácter triunfalista, así como esculturas de bulto de las carretas de la muerte que se utilizaban en las procesiones de Semana Santa. A este baile macabro, controlado no por Dios sino por la muerte personificada y del que no se libraban ni los más ricos y poderosos, la cultura renacentista de los siglos XVI y XVII añadió elementos de la antigüedad clásica para reforzar sus símbolos. Reaparecieron entonces elementos de las tres Moiras, quienes determinaban el destino de los seres humanos para los antiguos griegos: Cloto, que hilaba en su huso la trama de la existencia; Láquesis, que medía con su vara la extensión de aquélla; y Átropo, la cual, representada con un reloj de sol, una balanza y unas tijeras, cortaba el hilo de la vida. Descendientes suyas entre los romanos fueron las Parcas, que, personificadas como hilanderas, gobernaban las horas del nacimiento (Nona), los matrimonios (Décima) y la muerte (Morta). Igualmente importante fue la representación de Cronos, el dios griego del tiempo (Saturno para los romanos), quien solía aparecer como un anciano portando una guadaña, elemento asociado con lo finito. Como en la Edad Media, las imágenes renacentistas del esqueleto –que ahora portaba vestidura griega y una guadaña, además de que tenía al mundo en las manos o mostraba una balanza y un reloj de arena para medir el tiempo de los mortales, y era acompañado por animales nocturnos como el murciélago o el búho, una rueca con el hilo roto y un huso en el suelo–, y más tarde las del cráneo con dos tibias cruzadas, exhortaban a abrazar la fe cristiana y a renunciar a los placeres: recordaban al hombre la condición efímera de su vida y la vanidad de sus posesiones terrenales. Es dentro de este concepto que podemos interpretar los ritos de la Iglesia Católica, desde el bautismo hasta los santos óleos, como elementos de preparación para “la buena muerte o morir en Santa Muerte”. La tradición católica ha invocado a San José como patrono de la buena muerte.


 

 
Con el tiempo surgen nuevos rituales mexicanos como una mezcla de tradiciones indígenas y europeas que se traducen en festividades religiosas, como la que conmemora a los fieles difuntos con ofrendas de alimentos, bebidas y otros presentes al muerto, en un sincretismo de costumbres prehispánicas rodeadas por elementos católicos como los rezos y las velas.
 
Es muy difícil determinar en qué momento y lugar surge la devoción por la Santa Muerte. La antropóloga Katia Perdigón realizó una investigación y rastreo histórico que nos lleva a comprender la evolución a este culto (2008).
 
En primer lugar plantea la veneración de una figura esquelética en Chiapas y Guatemala en el siglo XVII, a quien se identificaba como San Pascual Bailón. A este santo se le atribuía el milagro de alejar la enfermedad. Actualmente cada 14 de mayo se celebra al esqueleto de San Pascualito dentro de la Iglesia Ortodoxa Católica Mexicana en Tuxtla Gutiérrez, y algunos relacionan su culto con el de la Santa Muerte.
 
El siguiente caso lo ubica en el pueblo de Amoles, hoy Querétaro, en el año de 1793. Aquí se presentó a un ídolo de nombre Justo Juez, cuya figura es un esqueleto de cuerpo entero coronado, portando arco y flecha en manos, que está sobre una superficie colorada.
 
Otro de los casos documentados en expedientes de la Inquisición se ubica en el pueblo de San Luis de la Paz, Guanajuato, hacia el año de 1797, en el que se describe un ritual que celebraban varios indios donde amarraban y azotaban a una figura llamada Santa Muerte, para que les cumpliera algún milagro.
 
En el museo de sitio del pueblo de Yanhuitlán, Oaxaca, existe una escultura que representa a un esqueleto coronado, sentado sobre un trono, portando una guadaña.
 
Actualmente este espacio es transgredido por gente que le va a rendir culto a la Santa Muerte.

 
El México independiente

 
Las ideas de la Ilustración y las Leyes de Reforma minaron el poder de la Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX; las representaciones de la muerte fueron relegadas a esporádicas expresiones en la religiosidad popular. Si bien las prácticas devotas siguieron siendo escrupulosas, el minucioso ceremonial barroco de la muerte fue desterrado poco a poco, acusado de inútil, impráctico y ostentoso; lo sustituyó la ceremonia civil que honraba la memoria de los héroes de la patria.
 
De manera popular circularon a fines del siglo XIX y principios del XX unos cuadernillos u hojas sueltas llamados “corridos”, lo cuales recogían, ilustraban y comentaban cuentos, canciones, rezos y toda clase de sucesos (augurios del fin del mundo, temblores, incendios, milagros, epidemias, motines). Los grabados de José Guadalupe Posada actualizaron además la tradición medieval de las danzas de la muerte para llevar a cabo una crónica visual e irónica de la época.



 
Aunque como hemos visto la historia del culto de la Santa Muerte en México podría remontarse a la época colonial, su aparición contemporánea se sitúa unas cuantas décadas atrás. Los datos disponibles nos conducen al comienzo de los años cincuenta del siglo pasado, cuando de manera más bien clandestina, pues al parecer se le achacaba un origen o un empleo maligno, empezaron a venderse estampitas con su imagen y una oración. Su presencia urbana ha sido documentada por la alusión de un personaje de Lo hijos de Sánchez, el libro del antropólogo estadounidense Oscar Lewis (1961) que tanto revuelo causó en su momento al reseñar la miseria de una familia mexicana:
 
"Cuando mi hermana Antonia me contó en un principio lo de Crispín, me dijo que cuando los maridos andan de enamorados se le reza a la Santa Muerte. Es una novena que se reza a las doce de la noche, con una vela de cebo y el retrato de él. Y me dijo que antes de la novena noche viene la persona que uno ha llamado…"
 
Otras versiones ubican su primera aparición hacia la misma época pero en diversos puntos de la República. Uno de ellos es el pueblo de Tepatepec, Hidalgo, donde hasta la fecha una multitud fervorosa festeja cada 20 de agosto a una imagen de bulto de la Santa Muerte ataviada con una túnica y portando una guadaña en la diestra y el mundo en la siniestra. A pesar de los esfuerzos en su contra por parte del clero católico, el esqueleto de este lugar (hasta hace poco conocido como San Bernardo), el de Sombrerete, Zacatecas, y el de San Pascualito Rey (llamado también Rey San Pascual o San Pascual Bailón), han alcanzado notable celebridad y son muy visitados por devotos de la Santa Muerte de todo el país –el de Zacatecas incluso por migrantes que desde Estados Unidos regresan cada 27 de julio para asistir a la fiesta instituida en honor de la “Niña Blanca”–.
 
Un caso aparte es el de Catemaco, Veracruz, donde se ha situado otro posible origen del culto; pero esta idea no parece tener más sustento que su fama de lugar mágico y el uso que sus brujos y curanderos hacen actualmente de la imagen de la Santa.
 
Como se verá con detalle más adelante, en la ciudad de México el primer altar que expuso en la vía pública una imagen de la Santa Muerte se encuentra en la calle de Alfarería número 12, en la colonia Morelos. Fue instalado en octubre de 2001. Ha crecido tanto el número de sus devotos que muchos lo consideran ya el “altar mayor” del culto. Por otra parte, algunos investigadores han registrado cerca de trescientos altares dedicados a la Santa Muerte en los estados de Puebla, Querétaro, Veracruz, Hidalgo, Zacatecas, Guerrero, Chiapas, Sonora, Chihuahua, Campeche y Tamaulipas, por mencionar algunos.



 
La Santa Muerte es un culto popular que nace de manera clandestina ante la desaprobación de la Iglesia Católica, pero más que nada es un recurso espiritual para enfrentar la condición de vulnerabilidad de los devotos; da respuesta a sus seguidores ante la crisis económica, social y religiosa que pervive en nuestro país. En el ritual del culto no existe sermón y los fieles aseguran que la Santa no juzga ni castiga; es pareja con todos.
 
Luego de este repaso, las evidencias nos llevan a afirmar que la Santa Muerte en México goza de cabal salud.

 
Narrativa del rosario a la Santa Muerte
en el altar de Alfarería:
devoción por la muerte, celebración a la vida.



 
Desde la estación del metro Tepito se empieza a percibir el ambiente de la devoción: dos pasajeros van cargando sus imágenes de bulto de la Santa Muerte; todos vamos al encuentro. Hay que caminar por el eje 1 Norte al entronque con el 1 Oriente. No hay que preguntar, sólo seguir la inercia de la gente. Al llegar al inicio de la calle de Alfarería se encuentran muchos puestos ambulantes que venden artículos para el altar y para el ritual:
 
Veladoras de diferentes colores, según sea la petición (rojo para el amor, blanca para la purificación y contra las envidias, dorada para el dinero y el éxito en el comercio, verde para la justicia, azul para la Sabiduría, y la de los siete poderes con la oración a la Santísima); también puros y cajetillas de cigarros para purear o limpiar las imágenes y para ofrendar un cigarro para la Santa, y otro para quien lo ofrece; bolsas de dulces para el intercambio de dones, escapularios, dijes, pulseras y, por supuesto, imágenes de todos tamaños y precios.
 
Cruzamos la calle de Mineros, que se encuentra cerrada por una feria que se instala cada mes, y la cual añade un toque más de ese ambiente de fiesta, verbena, devoción y fe. Después de esta calle ya no hay lugar para el ambulantaje, pues en las dos aceras se han asentado los fervientes seguidores con sus altares particulares; pero eso sí, hay que llegar temprano para ocupar buen lugar, ya que pronto se ve cómo se instalan doble y triple hileras de altares a lo largo de la calle.
 
El señor Jorge, devoto de muchos años, es de los primeros en instalarse. A las seis de la mañana, y aunque tenga que esperar 12 horas para que inicie el rosario, selecciona el mejor lugar. El señor Gerardo también debe llegar temprano y estacionar su camioneta pick up, que es su altar, ya que está pintada por todos lados con diversas imágenes de la Santa, así como su propio cuerpo, tatuado desde la cabeza a los pies con el mismo motivo de su devoción.
 
Toda la familia es convocada sin importar si es un día laboral o si los niños deben ir a la escuela.
 
Los devotos que van llegando se unen al intercambio de testimonios y dones. Llevan bolsas de dulces que en su caminar van ofrendando en cada uno de los altares improvisados. Algunos intercambian estampitas con la imagen y una oración, pequeños escapularios, flores y algunas artesanías hechas por ellos mismos para demostrar su agradecimiento por los favores concedidos. La mayoría de las personas cargan sus imágenes en mochilas descubiertas que llevan al frente mostrando sus Santas; otros requieren de un diablito para poder transportar sus imágenes de hasta dos metros de altura; e inclusive hay quienes montan su altar en carritos de los que se usan en los supermercados, los cuales, por supuesto, hay que traerlos caminando desde lugares tan distantes como Iztapalapa o el Estado de México.
 
Es sorprendente ver que asisten muchos niños, y no sólo como acompañantes de sus padres, pues también participan en la devoción; cargan sus imágenes como si fuera el más atractivo de los juguetes y son los más gozosos cuando reciben un dulce en este intercambio de agradecimientos.
 
Justo frente al altar se congregan dos grupos de danzantes “concheros” que portan con orgullo atuendos de la cultura prehispánica. Al ritmo de los teponaztli y con movimientos frenéticos, le danzan a la muerte en un alarde a la fuerza de la vida, con los rostros y el cuerpo pintado con la representación esquelética de la muerte. Suenan los caracoles como trompetas invocando su presencia, y el movimiento del plumaje de sus penachos invita al ritual.
 
Todos están deseosos de acercarse al altar, aunque sea “de entrada por salida, porque hay mucha gente”, como piden los coordinadores de este ritual, quienes se identifican con una playera con esta inscripción y que además fungen como animadores echando porras: “¡Se ve, se siente, la Santa está presente!”.
 
Conforme pasan las horas la fila para acercarse al altar principal se va haciendo más larga, pero los que vienen de rodillas en penitencia pasan de manera preferente y son auxiliados para llegar; son hombres que en sus rostros reflejan el dolor que los fortalece a cumplir su promesa, y mujeres que cargan niños en brazos sin importarles las heridas en la piel.
 
Hombres, mujeres, niños, taxistas, guardias de seguridad, comerciantes de lo legal e ilegal; amas de casa, homosexuales, obreros, sexoservidoras, aquí no importa quién eres, a qué te dedicas o qué preferencia sexual tienes, todos adquieren una identidad sin cuestionamientos y un sentido de pertenencia. No importa lo que vayas a pedir: si por la salud de un hijo, por el desarrollo de tu negocio, por el ser amado para que regrese a tu lado, por protección; si vives en situación de riesgo, por una urgencia económica, porque tu esposo salga pronto de la cárcel, por las envidias y por el trabajo; todos le piden a la muerte para poder vivir mejor.
 
Doña Enriqueta Romero, mujer de 63 años, misteriosa y enigmática, sabia y gentil, es quien decidió desde hace ya casi nueve años compartir con la gente su devoción, cuando sacó el primer altar a la vía pública. Éste se encuentra empotrado dentro de su vivienda protegido por un vidrio; ahí yace la primera figura de la Santa Muerte que es exhibida en la calle, la cual le fue obsequiada por su hijo un 7 de septiembre de 2001. Esta figura mide 1.80 metros y está acompañada de muchas imágenes de la “Niña Blanca” y por elementos del ritual como agua y tequila. Ya es costumbre que el día último de cada mes se le cambie la ropa, y algunos devotos se comprometen a traerle su vestido como un agradecimiento; al día de hoy la lista para poder vestirla llega hasta el año 2022. Los vestidos son fastuosos y coloridos; unas veces puede lucir como catrina en color rosa, con su sombrero y sombrilla de tul, y otras como Reina; pero el 31 de octubre, que es su día, se le viste toda de blanco como a una novia. Todo el nicho es decorado de acuerdo con los colores de su ropa, y Doña Queta se encarga cada mes de comprarle diferentes adornos que combinen con su atuendo: angelitos de vidrio soplado, figurillas de catrinas multicolores que trae de Puebla, o zapatitos de novia, transformando este espacio en una representación de un altar barroco cargado de símbolos y significados que van de lo sagrado a lo profano.
 
Uno por uno van pasando los devotos, tocan el vidrio, se persignan, presentan a sus Santas para cargarlas de energía ante la que ellos consideran la más poderosa, dejan la ofrenda de dulces, manzanas para la abundancia y licor, y encienden dos cigarros y una veladora, la cual colocan a un lado del altar donde ya hay cientos de luces que representan una esperanza y una petición.
 
Diversos colores enmarcan la calle fuera del altar: enormes ramos de flores son colocados formando una media luna de matices que va desde la acera del altar hasta la mitad del arrollo vehicular, y en derredor del cúmulo floral son colocados bancos de plástico donde muy pocos podrán sentarse, pero formarán un valla para prepararse a la oración.
 
Son las 6 de la tarde y la luz del día empieza a declinar enmarcando el ambiente que se va transformando de celebración a solemne. Ya casi no se puede caminar. La gente continúa llegando y empieza a tomar sus lugares lo más cerca posible y sin querer perder su sitio, no importa que aún falten dos horas. Continúan las porras y un grupo de mariachis se abre paso entre la multitud para poder tocar su música frente a “La Flaquita”; comienzan con “Las mañanitas”, “La muerte” y luego siguen con “Amor eterno”.
 
Cada momento que pasa se vuelve de mayor expectativa.
 
Los que pudieron acercarse al altar ya no se mueven y Doña Quetita y las personas que voluntariamente le ayudan continúan apresurando a la gente para que circule rápido ante la presencia de la “Niña”, porque ya va empezar el rosario, mientras que otro grupo de mariachis se acerca para entonar su música, pero son advertidos de que tendrán que cortarle porque a las 8 de la noche empieza la oración.
 
El ritual comienza cuando Edgar, uno de los yernos de Doña Queta, desde el interior del altar, comienza a purificar la imagen con humo de puro; una y otra vez sopla el humo con la parte de la mecha encendida metida en su boca. Con un micrófono se anuncia que ya va empezar el rosario y que ya nadie tiene acceso al altar; llegó el momento máximo de expresión de la devoción, de pedir y agradecer.
 
Jesús Padilla, hombre sereno y comprometido, es quien dirige la letanía. Toma su lugar de cara a la multitud, se persigna y reza:
 
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te pido permiso para invocar a la Santísima Muerte, mi Niña Blanca. Quiero pedirte de todo corazón que rompas y destruyas todo hechizo, encantamiento y oscuridad que se presente en mi persona, casa, trabajo y camino.
 
Santísima Muerte, quita todas las envidias, pobreza, desamor y desempleo, y te pido de todo corazón y de caridad me concedas con tu bendita presencia, alumbres mi casa y trabajo y le des a mis seres queridos amor. Bendita y alabada sea tu caridad, Santísima Muerte.
 
Luego se reza un Padre Nuestro
 
El rosario se reza de manera tradicional, con sus misterios, y en cada uno se hace una petición: por los enfermos, por los que están en las cárceles, por los que son viciosos, por el trabajo y por los difuntos; y así después de cada misterio se reza un Padre Nuestro, diez Avemarías y un Gloria al Padre.
 
Posteriormente se invita a hacer una cadena de oración que inicia cuando la señora Enriqueta pone su mano sobre el cristal del altar, y mano con mano se van estrechando uno a uno los devotos hasta que esas cinco mil personas ahí reunidas forman una sola fuerza; con los ojos cerrados, algunos derraman lágrimas haciendo su petición en silencio. Esta unión de poder en la oración dura varios minutos y cuando termina se percibe una energía de paz: se han descargado las angustias y los temores, las peticiones y los agradecimientos, los ruegos y las promesas, con la certeza de que todos fueron escuchados, con la paz que da una esperanza.
 
En un momento del rosario se le pide a la gente que levante sus imágenes, cuadros, escapularios o lo que traiga, para cargarlos de la energía que sólo la muerte puede dar, que es la que proviene de Dios Padre. Martín, quien ha traído una imagen de bulto de dos metros, se agacha para poder elevarla: “No importa el peso, la Niña se lo merece porque me ayudó a salir de la cárcel y a quitarme del vicio”.



 
Culmina el rosario entre el desgaste emocional y una catarsis colectiva, y los que todavía no han tenido la oportunidad de acercarse al altar se forman de nuevo en la fila, la cual se confunde entre la multitud que no tiene intención de retirarse. Con el micrófono se les indica que en la esquina de la calle de Mineros se bendecirán las imágenes con agua preparada de hierbas y esencias aromáticas, la cual es rociada con un ramo de romero.
 
Doña Adela y Margarita son las encargadas de dar “La Providencia” que desde temprano prepararon: enormes ollas con atole de arroz y chocolate que reparten junto con un bizcocho de pan, y aunque no alcance para todos se da con agradecimiento.
 
Son las 12 de la noche y Doña Enriqueta y su familia comienzan a barrer la calle; aún hay mucha gente renuente a partir, como si se fuera a terminar la magia de pedirle a la muerte por el don de la vida.
 
Conclusiones
 
La Santa Muerte es una figura de culto religioso de origen popular mexicano que durante los últimos diez años ha tenido mayor auge y ha cobrado vida, como respuesta a las necesidades y problemas de la gente que vive en situaciones de vulnerabilidad. Se le ha vinculado con actos delictivos de algunos de sus devotos, pero la mayoría de las personas que se integran a su culto es gente de todas las clases sociales, económicas y culturales que no han encontrado respuesta en otros cultos. Recibe peticiones de amor, protección, suerte, salud y dinero, por medio de prácticas de índole religiosa de oración y rito. Sus devotos consideran que a la “Niña Blanca” no se le piden milagros sino favores o “paros”, pero también la consideran muy milagrosa; aunque un milagro está fuera del alcance del ser humano y su realidad, y en cambio un favor tiene mayor vinculación con la vida cotidiana.



 
La Santa Muerte se encuentra al alcance de sus devotos y no necesita que haya un representante o líder de por medio para comunicarse con ella, y mucho menos una institución. Se le habla con cariño: 
“Niña Blanca”, “Flaquita”, “Madrina”, “Señora”, “Hermana Blanca”, “Santita”, “Santísima”, “Comadre”, y se le pide al tú por tú sobre las necesidades terrenales.
 
Los devotos en su mayoría pertenecen a la religión católica, asisten a misa y tienen afinidad con la Virgen de Guadalupe o con San Judas Tadeo, aunque la Iglesia Católica no reconoce este culto y lo condena relacionándolo con la delincuencia y con prácticas paganas. Ante los ojos de esta religión, la muerte es vista como una consecuencia del pecado y, por lo tanto, no puede ser santa.
 
El culto a la Santa Muerte representa la fe que se ha perdido a la Iglesia Católica. Más que nada se ha adaptado a las necesidades cotidianas y de la existencia de la vida de los sujetos, quienes se encomiendan a un santo que vaya acorde con la situación real y mundana que viven.
 
El aspecto más importante de esta devoción es la fe, ya que nadie obliga a los fieles a asistir a algún rosario en los altares y oratorios.




 
Todo depende de la creencia personal porque es un culto donde no hay dogmas ni líderes espirituales, pues se concibe como un culto libre.
 
El hecho de instalar el primer altar de la Santa Muerte en la calle provocó la transformación de un culto oculto y doméstico a una devoción popular abierta, en la que sus devotos salen a manifestar su fe, con lo que provocaron una detonación social y religiosa que poco a poco se ha ido extendiendo no sólo en la ciudad de México, sino en muchos estados de la República Mexicana, y que ha traspasado fronteras al ser llevada inclusive a Estados Unidos y Centroamérica por migrantes mexicanos.
 
No es fácil determinar el origen del culto a la Santa Muerte, lo que sí es un hecho es su enorme crecimiento en los últimos años en los que ya no se le esconde, y sus seguidores comienzan a expresar su devoción abiertamente en altares particulares, portando medallas, escapularios o tatuajes con su imagen, o en el surgimiento de altares callejeros y oratorios como los de la calle de Alfarería, o como el Santuario de la Santa Muerte, ambos en la colonia Morelos. Otros lugares de devoción están en la calle de Tenochtitlan, Jesús Carranza y Toltecas en Tepito; en calzada de la Viga, Matamoros y Peralvillo; en Rotograbados, Estampado y Paileros en la colonia 20 de Noviembre; en Privada de Tapicería y calle Tapicería, colonia Penitenciaría; en la Plaza del Peregrino en la Villa de Guadalupe; en la avenida de las Torres en Iztapalapa; en la calle Juchitán en la colonia Condesa; el de Dr. Barragán en la colonia de los Doctores; en la colonia Villa de Cortés; en la colonia Pensil; en el Oratorio Santa Esperanza en la calle de Alarcón colonia 10 de Mayo; en el oratorio de la calle Torres Bodet en la colonia Santa María, por mencionar algunos en el Distrito Federal.
 
En el interior de la República encontramos algunos como el de la Avenida 8 en Pachuca y Tepatepec, Hidalgo; el del municipio de Pedro Escobedo en Querétaro; el de la calle 9 Norte en Puebla; el de Sombrerete en Zacatecas; y el de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, destacando como los más renombrados.
 
A la Santa Muerte se le ha encasillado como patrona de criminales y de quienes viven en situación de riesgo, pero lo que es una realidad es que la mayoría de sus seguidores son personas con una enorme necesidad de fe, ayuda y protección ante las dificultades de la vida diaria y que no han encontrado respuestas en ningún otro culto, y algunos otros heredaron esta devoción de sus abuelas o madres, o fueron influenciados por algún otro devoto a quien la Santa ya lo había favorecido.
 
No existe ninguna fórmula definida para practicar este culto, el cual se ha formado con ceremonias del ritual católico, de la santería Yoruba, del Budismo, de otros cultos populares, y de la mezcla de rituales y danzas prehispánicas.
 
Los elementos del rito son promovidos por intereses comerciales, en donde se les da significado a los colores, las formas, las ofrendas y los símbolos.
 
Venerada por unos, temida por otros, la Santa Muerte no puede seguir ocultando el poder que sus devotos le han otorgado ante una sociedad que vive en crisis económica, de salud, seguridad y religiosidad, conjuntándose en la ironía de pedirle a la muerte por la vida.
 
 
El Texto se ha extraído de:
 

Reyes Ruiz, Claudia
Historia y actualidad del culto a la Santa Muerte
El Cotidiano, núm. 169, septiembre-octubre, 2011, pp. 51-57
Universidad Autónoma Metropolitana - Azcapotzalco
Distrito Federal, México




1 comentario:

  1. DIOS PADRE TODO PODEROSO TUYO ES EL PODER Y LA GLORIA POR 100 PRE SEÑOR!!!!CREO EN TI SR.REY DE REYES COMO MI UNICO SALVADOR!!!
    OHH MI DIOS AMADO Y MISERICORDIOSO...

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